El hechicero
La oscuridad de la noche en los pastos de Fulagros canta con la susurrante voz del río Diago y las edénicas armonías de las aves nocturnas. Al lado de una hoguera junto a una loma a cubierto de los ululantes vientos del norte, Anerio observa la danza del fuego y sus reflejos en el humo ascendente mientras su mente descansa. Su compañero, gravemente herido, duerme abrigado. Entre el crepitar del fuego un restallido destaca y el aventurero se incorpora rápidamente mientras libera sus brazos de su capa y se gira hacia el sonido. Dos bestias bípedas y lampiñas, de unos 4 metros de altura emprendieron la carga a unos 20 metros de distancia.
Anerio susurra el nombre verdadero del fuego mientras apunta la palma de su mano a los Krorgs y lanza una masa de llamas que ilumina la noche. Los dos se cubren de un manto de llamas, pero mientras uno cae el otro se mantiene y continúa su carga. Anerio se prepara para esquivar el golpe del garrote; es grande y rápido, pero sus movimientos son claros y predecibles. A escasos metros, lanza un bastonazo oblicuo que es esquivado con un armonioso giro, mientras saca su espada corta y la clava en el costado del atacante. Un gutural grito de dolor silencia la noche, pero el Krorg se revuelve y lanza otro golpe de revés que Anerio apenas logra evitar arrojándose al suelo. Su entrenamiento le permite prácticamente rebotar con sus manos mientras se equilibra preparando el golpe fatal, que acierta en el corazón dejando seca a la feroz criatura.
La situación es funesta. En el fulgor pirotécnico pudo vislumbrar decenas de siluetas, algunas iluminadas por el brillo del metal. No hay posibilidades de victoria, al menos para los dos compañeros. Anerio toma momentáneamente una pose atacante, pero sus labios no llegan a musitar nada en la lengua primigenia. Sabe qué debe hacer, pero su corazón le frena. Con una mirada acuosa se despidió de su amigo aún dormido mientras llamaba al rayo por su nombre. Una centella reventó al joven Trefo, que no sintió su final. Unas cuantas bestias estaban ya cercando al hechicero, cuando éste cantó el nombre del sol, trayendo el día a Fulagros durante un instante. Las bestias cegadas aullaban de dolor, mientras Anerio se escabulló entre las errantes moles. Esa noche no dejó de correr mientras entonaba la guía al descanso al espíritu de su amigo, para que siguiese el sendero a la morada de sus ancestros sin desviarse en los engaños del camino.

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